Por Eduardo Febbro
El siglo XXI se encapricha con el mundo árabe. Por tercera vez las bombas de Occidente aran las tierras de un régimen árabe con el pretexto de devolverle al país la libertad. Afganistán fue, en 2001, el primero en saborear las pulsiones liberadoras de la administración Bush. El ex presidente montó una coalición –en ella estaban y siguen estando Londres y París– con el objetivo de derrocar al régimen fundamentalista de los Talibán, los famosos “estudiantes de teología”. El operativo fue la respuesta de Washington al apoyo que los talibán le habían proporcionado a Osama Bin Laden. Pero aquellos nefastos “estudiantes” habían sido también aliados de Estados Unidos y de Occidente, obedientes agentes locales que luego se volvieron contra los imperios del Oeste. Bush quiso sacarlos del poder e implantar un esquema democrático occidental. Afganistán sigue ocupado y en estado de guerra. En 2003, el segundo en experimentar la importación de la democracia con bombas fue Saddam Hussein. Aquí, el pretexto consistió en decir que Saddam Hussein escondía armas de destrucción masiva. Saddam no era cualquiera. Fue un poderoso, espantoso, sangriento y benemérito dictador respaldado por prácticamente todas las democracias del mundo desarrollado. En la lucha contra Irán, Saddam resultó una pieza esencial de Occidente. Le vendieron armas, le compraron su petróleo, le construyeron palacios y edificios mientras el tirano oprimía a su pueblo mucho más allá de los límites de la barbarie. Masacró a chiítas y kurdos, torturó y desangró a su país hasta la náusea. Georges Bush lo desalojó con una invasión. En nombre de la democracia y las armas de destrucción masiva (después se volvieron armas de desaparición masiva) una coalición internacional, en la que no estaba Francia, sembró bombas y muerte en el suelo iraquí. El país sigue ocupado y en guerra. Libia es un caso aparte, pero los argumentos son los mismos: la cruzada militar se hace en nombre de los civiles a los cuales Muammar Khadafi asesina sin miramientos desde que el país se le levantó a mediados de febrero. Occidente encontró en Khadafi un aliado ideal para hacer explotar sus bombas allí donde los sacudones de la historia lo habían excluido. La revolución libia deriva de las revoluciones biológicas que estallaron en Túnez y se propagaron en todo el sur del Mediterráneo y los países del Golfo. Era, por una vez, un movimiento genuino, auténtico, una demostración histórica, colectiva y emocionante de que todas las pavadas y mentiras a propósito del mundo árabe no eran más que la burda propaganda de Occidente, una construcción embustera y racista para excluir a los árabes del legítimo lugar que tenían en la modernidad y sacar, con ello, el conveniente provecho: con el pretexto de la amenaza terrorista o del fundamentalismo islámico se mantuvo en el poder a dinosaurios sangrientos y corruptos con los cuales las grandes potencias hacían negocios múltiples. Las revoluciones árabes, de Egipto a Túnez, pasando por Yemen, Bahrein, Libia o Jordania, le demostraron al mundo que ser árabe o musulmán no significaba ser terrorista, que el Corán no era una bomba ni la barba el distintivo de un kamikaze y que detrás de esa imagen cincelada y modelada por las inteligencias y los intereses occidentales había una sociedad civil. La irrupción de aviones occidentales en el cielo libio viene a empañar esa dinámica. Otra vez, la empresa mesiánica de las grandes potencias se pone en marcha para salvar a los civiles de un tirano con el cual esas mismas potencias mantenían relaciones de fructuosa proximidad. Ningún demócrata puede deplorar el fin de una tiranía, pero sí la forma en que Khadafi vive, tal vez, sus últimos momentos al frente de un país trastornado por 42 años de dictadura, las dos fases del colonialismo italiano –antes y durante Benito Mussolini– la administración británica y la enclenque monarquía del rey Idriss, reintroducido en Libia por los británicos. El operativo montado para sacarlo del poder huele a precipitación, a intereses políticos transversales, a aventura armada, tiene acentos de legitimidad insegura y deja una sensación de desconfianza que el buen fin que se propone, liberar a un pueblo de la dictadura y a la represión, no llega a borrar. Sin dudas había otros medios de ayudar a la oposición libia a sacarse de encima a Khadafi. Con menos intereses en juego entre los actores centrales y periféricos que influyen en esta crisis no hubiese sido necesario recurrir una vez más a la cirugía militar occidental. Existían muchos caminos, pero Occidente volvió sobre sus pasos para servir la fórmula de siempre: la liberación a sangre y fuego. Las potencias se metieron con las armas en un juego que no les correspondía y que ellas contribuyeron a complicar con sus mediaciones precipitadas, su falta de coherencia, su cobardía y sus remotos reflejos, siempre renovados: cerrar los ojos, pactar con los diablos, y luego abrirlos cuando ya es demasiado tarde, para todos.